Dos mujeres de pie, espalda con espalda, vestidas de negro con zapatos de charol rojos, muy similares o –diríamos- con un aire familiar. Las expresiones son hieráticas y los peinados rígidos y elaborados.
Bruscamente, una de ellas empieza a hablar de plantas, sillones y fotos, como si en un momento anterior hubieran pensado en renovar el despojado departamento que comparten. Todas las ideas que emite al respecto están en las antípodas de lo que se le ocurre a la otra. No obstante, se puede deducir al oírlas hablar de gatos, porteros y vecinos, que las obsesiona la seguridad y odian las mentiras que pululan por las inmediaciones y que se expanden por el pequeño mundo que habitan.
Una comenta lo que le dijo el peluquero y la otra le reprocha: “Pero ¿cómo pudiste tener esa conversación?”, refiriéndose a un intrascendente comentario, que por lo visto es escuchado como de peligrosa intimidad, una confidencia inoportuna, arriesgada. Hay un desfasaje evidente entre la importancia de lo discutido y el tono -de alto voltaje- de la enunciación.
Si una de ellas habla con el peluquero, es que no ha tomado suficientes precauciones, no ha medido lo suficiente, lo que es tener un hombre detrás suyo, parado con una tijera... (porque esa es la definición justa de un peluquero: sepamos ver el peligro que nos acecha).
Ese es el costado siniestro de lo cotidiano.
La aludida admite: “Y yo que le entregué mi cabeza...”. Significativamente, las relaciones con el sexo masculino no surgen de actividades sociales. Provienen de la peluquería, del consultorio del dentista, de no lugares, objetos de desconfianza. El odontólogo, único ser que hace sonreír a la rubia, resulta ser un sujeto que puede llegar a fracturarle el maxilar con una operación impropia, una mala praxis. Baraja varios posibles diagnósticos psiquiátricos y resume: “Es raro eso de mirarle la boca a una mujer, es extraño”.
Son tan ridículas las disquisiciones en juego que mueven a risa. Pero amabas derramarán lágrimas ante la evidencia flagrante del teléfono enmudecido. Ya no las llama nadie.
Están solas la una con la otra; recien ahora lo perciben. Una canción se deja oir:
“Si me dan a elegir/ Me quedo contigo”.
Dos seres humanos ni tan locas ni tan infrecuentes. Denominarlas como fóbicas sería obturarlas. Optar por algo distinto podría perturbarlas más que este padecimiento diario. El cambio es vivido como letal: habrá que conservar ese viejo empleo de oficina, esa casa en ruinas, o las mismas ideas respecto a lo que las circunda...
Dice mucho y bien esa dramaturgia que las mismas actrices -excelentes como tales- han ideado: Carla Vidal y Maru Sussini, y la asistente de dirección Priscila Zelasco, todas ellas formadas con grandes maestros del teatro.
- de Carla Vidal y Maru Sussini
- La puesta en escena de esta obra tuvo su concepción durante el proceso de escritura. Ésta reproduce la idea de minimalismo: remite a una instalación, dentro de la cual están insertos dos personajes. Un texto superpuesto en contraposición con una puesta escenográfica despojada. La desteatralización de la cotidianeidad. Un lugar incierto, muy blanco, donde dos personajes circulan y se apropian de este espacio indefinido. Un halo intempestivo y rígido marca sus movimientos, en la totalidad de un espacio en el que todo detalle está sumamente cuidado y elegido ocupando un lugar específico en su forma y función. Un teléfono, otro protragonista de la historia. Una vara de flores, único objeto manipulable, con la capacidad de transformarse en una caricia, un arma peligrosa, una palabra no dicha, un pensamiento. Una puesta minimalista interceptada con actuaciones no naturalistas ni realistas: el extrañamiento de lo común. Todo está a la vista: lo escondido toma dimensión y nos sumerje en la profundidad de querer ver lo que no se quiere mostrar.
lunes, 8 de septiembre de 2008
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